domingo, 10 de febrero de 2019

Cuento El Descenso de la Conciencia


  Me hallaba llorando ante su tumba. Ya hacía más de un año que la había perdido para siempre. El maldito cáncer, que crecía en su interior, como un malhadado hijo; como el hijo que nunca pudimos tener. El cáncer me la arrebató. Nunca antes había tenido tanta consideración hacia ella, ésa es la verdad, como el último año que estuvo viva. Siempre anduve ocupado en mis quehaceres sin prestarle toda mi atención las más de las veces. Ella, resignada, aceptó la situación y siempre estaba allí para mí. Siempre tenía una palabra amable, una caricia o un beso para calmar mi ánimo.
  Finalmente, llegó un frío día de Febrero en que me lo dijo y no quise dar crédito al principio. Creí que me diría que estaba embarazada. Pero no fue aquello, sino que tenía cáncer y apenas duraría un año más en este ingrato mundo. Me quedé boquiabierto sin saber qué decirle. Ella comenzó a sollozar y entonces yo traté de calmarla lo mejor que pude. La abracé y lloré con ella, como dos chiquillos asustados, perdidos en la inmensidad negra de alguna cueva abandonada. ¿Y de qué iban a servir ahora mis consuelos y atenciones?
  Nunca antes habíamos vivido tan intensamente como aquel último año en que ella estuvo junto a mí. Me la llevé a las montañas, a una pequeña cabaña que había heredado de mis padres. Al menos estaríamos lejos del ruido y la contaminación de la ciudad, fuente de muchos males para el cuerpo, como el de ella. Allí, en medio de la naturaleza podría cuidarla y también podría escribir, pensaba yo. Mas no escribí nada. Sólo podía concentrarme en ella y en su enfermedad, afrontando cada día su inevitable destino. ¡Qué egoísmo el mío! Pues era ella quien estaba a punto de morir y yo sólo podía pensar en qué sería de mi vida sin aquella dulce criatura que era mi esposa. Mas ella sonreía, se la veía feliz. ¡Qué fortaleza de ánimo y resignación tuvo siempre!
  Cada día, al amanecer, le preparaba un café con un panecillo, su desayuno favorito. Entonces, acudía al pequeño dormitorio y se lo dejaba, en una bandeja plateada, sobre la mesilla de noche, junto a la cama; a fin de que lo tomase cuando se despertara. Yo, entonces me iba al cuarto de baño, me afeitaba y duchaba, para vestirme después. Desde allí podía escuchar cómo se despertaba bostezando y tosiendo, esforzándose por que yo no lo advirtiera. Pero la oía, pues deseaba escuchar todo lo que hacía por si necesitaba algo. Cuando yo salía vestido ya del cuarto de baño, era el turno de ella. Nunca me pidió ayuda con nada. Se mantuvo fuerte y con entereza hasta el final. Se adecentaba y vestía ella sola, sin ayuda. Igual que siempre. Yo la espiaba a través de la puerta entreabierta. Seguro que lo sabía. Contemplaba su esbelta silueta en la ducha, su agraciado contorno. Había perdido peso. Poco a poco, su silueta se iba demacrando más y más, debido a aquello que me la estaba arrebatando.
  Cuando ambos estábamos vestidos, salíamos a dar largos paseos por las verdes montañas. Llevábamos unos prismáticos, pues yo quería que viera a los corzos y a los gamos correteando y viviendo salvajes en aquel idílico paisaje. Contemplábamos los árboles lustrosos y a las aves. Y también cada peña y cada risco nevado. Hacía frío y ella cada vez iba más abrigada, mas la primavera y el verano llegarían pronto.
  Cada atardecer nos sentábamos en el mirador más alto, desde donde podía contemplarse todo el monte en su máximo esplendor. Allí, yo le contaba historias, como cuando éramos jóvenes y nos enamoramos. Como cuando sólo tuve tiempo para ella. Mientras tanto, ella se afanaba por preparar una merienda para ambos. Cuánto reía o lloraba o se asombraba con mis historias. ¡Ojalá las hubiera escrito! Pero no lo hice. Quise dedicárselas sólo a ella. Yo contemplaba su rostro y sus expresiones. El largo cabello castaño, cayendo en cascada, ondulado. Su moreno rostro ovalado, que iba palideciendo a medida que su fatal destino avanzaba. Sus ojos castaños, de largas pestañas. La sonrisa de sus blancos dientes y sus carnosos labios rosados. ¿Adónde iría todo aquello? Me estremecía al pensarlo.
  Llegó el otoño y el paisaje ya no era tan verde, pero sí más frío. A pesar de ello, seguía siendo idílico y ella estaba allí junto a mí. Mas ahora la tenía postrada en cama, débil, pálida, cada vez más consumida. Sólo sus ojos tenían la vivacidad de siempre. Ella me miraba y sonreía cuando le daba de comer o le contaba alguna historia en voz muy alta, pues quería porfiar con los ruidos de los aparatos con los que la mantenía allí encadenada a esta ruinosa vida. No quería que oyese aquellos ruidos, sólo mi voz.
  A principios de invierno murió entre mis brazos, sonriendo y susurrando un te quiero se apagó su voz y su vida. Y sus castaños ojos quedaron fijos en mí. Lloré y maldije nuestro destino. ¿Y de qué iba ya a servir?
  Descendimos de nuevo, de la montaña a la ciudad. Ella iba presa en su ataúd. Yo, preso en mi tristeza y el pesar de mi conciencia. Por no haberla tratado mejor cuando debí hacerlo.
  Aquí yace enterrada, en este cementerio al que acudo cada noche, después del trabajo. Así lo hago desde hace un año largo que se fue. Cada noche, hasta ésta. Ante su tumba me hallo, llorando arrepentido, como un chiquillo perdido en una cueva enorme, como la que había en las montañas, que nunca le mostré a ella.
  A partir de aquí todo es confuso. Me quedo dormido sobre su tumba y sueño con ella, sueño con el día en que nos conocimos, con las historias que le contaba. Sueño con la vida que tuvimos juntos y el poco caso que le hice hasta que llegó el final. Sueño con nuestros días en las montañas. Nos hallamos los dos ante la entrada de una enorme cueva. Ella sonríe como una niña y me dice que la encuentre. Se va corriendo, internándose en las abismales negruras de la cueva. Yo la llamo desesperado desde afuera, pues no me atrevo a entrar. Todo está negro y frío en la caverna. La sigo llamando y no contesta. Y yo grito y lloro y pataleo como un niño.
  Finalmente cruzo a la negrura lleno de temor, pues deseo ir a buscarla. Camino durante horas por dentro de la cueva y no la veo ni la oigo. Sólo se escuchan los gemidos del viento, un ulular lastimero y gotas de agua que caen del techo y las paredes de la caverna. Mi propia voz me hace estremecer. La cueva va descendiendo. Tiene unos salientes en forma de escalera que parecieran estar hechos por el hombre, pero no es así, yo sé que no es así. Y un extraño resplandor sulfúreo ilumina trémulamente aquella insondable garganta que desciende y me traga, como se tragó a mi esposa.
  Escucho de pronto una voz que me dice que no tenga miedo, que siga descendiendo. Es la voz de mi esposa, estoy seguro, que me llama. Desciendo con mayor rapidez,  con cuidado de no resbalar y caerme. Empiezo a notar el acre hedor de la putrefacción en el ambiente, mas yo sigo descendiendo durante una infinidad de tiempo.
  Finalmente, llego a una gran cámara o ala de aquella enorme cueva y frente a mí se halla una puerta enorme esculpida en piedra. Se abre lentamente y de allí sale una gran ráfaga del resplandor que antes veía. Me quema y cierro los ojos.
  Después, una suave mano se posa en mi hombro y oigo un “me encontraste, como siempre lo has hecho” se escucha resonar en la cueva. Abro los ojos y veo a mi esposa ante mí. Su esbelta silueta, su rostro moreno ovalado, sus cabellos ondulados y sus ojos castaños. Sonríe y me besa con sus rosados labios carnosos. Y nos vamos juntos. Cruzamos la puerta.

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