Me hallaba llorando ante su tumba. Ya hacía más de un año que
la había perdido para siempre. El maldito cáncer, que crecía en su interior,
como un malhadado hijo; como el hijo que nunca pudimos tener. El cáncer me la
arrebató. Nunca antes había tenido tanta consideración hacia ella, ésa es la
verdad, como el último año que estuvo viva. Siempre anduve ocupado en mis
quehaceres sin prestarle toda mi atención las más de las veces. Ella,
resignada, aceptó la situación y siempre estaba allí para mí. Siempre tenía una
palabra amable, una caricia o un beso para calmar mi ánimo.
Finalmente, llegó un
frío día de Febrero en que me lo dijo y no quise dar crédito al principio. Creí
que me diría que estaba embarazada. Pero no fue aquello, sino que tenía cáncer
y apenas duraría un año más en este ingrato mundo. Me quedé boquiabierto sin
saber qué decirle. Ella comenzó a sollozar y entonces yo traté de calmarla lo
mejor que pude. La abracé y lloré con ella, como dos chiquillos asustados,
perdidos en la inmensidad negra de alguna cueva abandonada. ¿Y de qué iban a
servir ahora mis consuelos y atenciones?
Nunca antes habíamos
vivido tan intensamente como aquel último año en que ella estuvo junto a mí. Me
la llevé a las montañas, a una pequeña cabaña que había heredado de mis padres.
Al menos estaríamos lejos del ruido y la contaminación de la ciudad, fuente de
muchos males para el cuerpo, como el de ella. Allí, en medio de la naturaleza
podría cuidarla y también podría escribir, pensaba yo. Mas no escribí nada.
Sólo podía concentrarme en ella y en su enfermedad, afrontando cada día su
inevitable destino. ¡Qué egoísmo el mío! Pues era ella quien estaba a punto de
morir y yo sólo podía pensar en qué sería de mi vida sin aquella dulce criatura
que era mi esposa. Mas ella sonreía, se la veía feliz. ¡Qué fortaleza de ánimo
y resignación tuvo siempre!
Cada día, al
amanecer, le preparaba un café con un panecillo, su desayuno favorito.
Entonces, acudía al pequeño dormitorio y se lo dejaba, en una bandeja plateada,
sobre la mesilla de noche, junto a la cama; a fin de que lo tomase cuando se
despertara. Yo, entonces me iba al cuarto de baño, me afeitaba y duchaba, para
vestirme después. Desde allí podía escuchar cómo se despertaba bostezando y
tosiendo, esforzándose por que yo no lo advirtiera. Pero la oía, pues deseaba
escuchar todo lo que hacía por si necesitaba algo. Cuando yo salía vestido ya
del cuarto de baño, era el turno de ella. Nunca me pidió ayuda con nada. Se
mantuvo fuerte y con entereza hasta el final. Se adecentaba y vestía ella sola,
sin ayuda. Igual que siempre. Yo la espiaba a través de la puerta entreabierta.
Seguro que lo sabía. Contemplaba su esbelta silueta en la ducha, su agraciado
contorno. Había perdido peso. Poco a poco, su silueta se iba demacrando más y más,
debido a aquello que me la estaba arrebatando.
Cuando ambos
estábamos vestidos, salíamos a dar largos paseos por las verdes montañas.
Llevábamos unos prismáticos, pues yo quería que viera a los corzos y a los
gamos correteando y viviendo salvajes en aquel idílico paisaje. Contemplábamos
los árboles lustrosos y a las aves. Y también cada peña y cada risco nevado.
Hacía frío y ella cada vez iba más abrigada, mas la primavera y el verano
llegarían pronto.
Cada atardecer nos
sentábamos en el mirador más alto, desde donde podía contemplarse todo el monte
en su máximo esplendor. Allí, yo le contaba historias, como cuando éramos
jóvenes y nos enamoramos. Como cuando sólo tuve tiempo para ella. Mientras
tanto, ella se afanaba por preparar una merienda para ambos. Cuánto reía o
lloraba o se asombraba con mis historias. ¡Ojalá las hubiera escrito! Pero no
lo hice. Quise dedicárselas sólo a ella. Yo contemplaba su rostro y sus
expresiones. El largo cabello castaño, cayendo en cascada, ondulado. Su moreno
rostro ovalado, que iba palideciendo a medida que su fatal destino avanzaba.
Sus ojos castaños, de largas pestañas. La sonrisa de sus blancos dientes y sus
carnosos labios rosados. ¿Adónde iría todo aquello? Me estremecía al pensarlo.
Llegó el otoño y el
paisaje ya no era tan verde, pero sí más frío. A pesar de ello, seguía siendo
idílico y ella estaba allí junto a mí. Mas ahora la tenía postrada en cama,
débil, pálida, cada vez más consumida. Sólo sus ojos tenían la vivacidad de
siempre. Ella me miraba y sonreía cuando le daba de comer o le contaba alguna
historia en voz muy alta, pues quería porfiar con los ruidos de los aparatos
con los que la mantenía allí encadenada a esta ruinosa vida. No quería que
oyese aquellos ruidos, sólo mi voz.
A principios de invierno
murió entre mis brazos, sonriendo y susurrando un te quiero se apagó su voz y
su vida. Y sus castaños ojos quedaron fijos en mí. Lloré y maldije nuestro
destino. ¿Y de qué iba ya a servir?
Descendimos de nuevo,
de la montaña a la ciudad. Ella iba presa en su ataúd. Yo, preso en mi tristeza
y el pesar de mi conciencia. Por no haberla tratado mejor cuando debí hacerlo.
Aquí yace enterrada,
en este cementerio al que acudo cada noche, después del trabajo. Así lo hago
desde hace un año largo que se fue. Cada noche, hasta ésta. Ante su tumba me
hallo, llorando arrepentido, como un chiquillo perdido en una cueva enorme,
como la que había en las montañas, que nunca le mostré a ella.
A partir de aquí todo
es confuso. Me quedo dormido sobre su tumba y sueño con ella, sueño con el día
en que nos conocimos, con las historias que le contaba. Sueño con la vida que
tuvimos juntos y el poco caso que le hice hasta que llegó el final. Sueño con
nuestros días en las montañas. Nos hallamos los dos ante la entrada de una
enorme cueva. Ella sonríe como una niña y me dice que la encuentre. Se va
corriendo, internándose en las abismales negruras de la cueva. Yo la llamo
desesperado desde afuera, pues no me atrevo a entrar. Todo está negro y frío en
la caverna. La sigo llamando y no contesta. Y yo grito y lloro y pataleo como
un niño.
Finalmente cruzo a la
negrura lleno de temor, pues deseo ir a buscarla. Camino durante horas por
dentro de la cueva y no la veo ni la oigo. Sólo se escuchan los gemidos del
viento, un ulular lastimero y gotas de agua que caen del techo y las paredes de
la caverna. Mi propia voz me hace estremecer. La cueva va descendiendo. Tiene
unos salientes en forma de escalera que parecieran estar hechos por el hombre,
pero no es así, yo sé que no es así. Y un extraño resplandor sulfúreo ilumina
trémulamente aquella insondable garganta que desciende y me traga, como se
tragó a mi esposa.
Escucho de pronto una
voz que me dice que no tenga miedo, que siga descendiendo. Es la voz de mi
esposa, estoy seguro, que me llama. Desciendo con mayor rapidez, con cuidado de no resbalar y caerme. Empiezo
a notar el acre hedor de la putrefacción en el ambiente, mas yo sigo
descendiendo durante una infinidad de tiempo.
Finalmente, llego a
una gran cámara o ala de aquella enorme cueva y frente a mí se halla una puerta
enorme esculpida en piedra. Se abre lentamente y de allí sale una gran ráfaga
del resplandor que antes veía. Me quema y cierro los ojos.
Después, una suave
mano se posa en mi hombro y oigo un “me encontraste, como siempre lo has hecho”
se escucha resonar en la cueva. Abro los ojos y veo a mi esposa ante mí. Su
esbelta silueta, su rostro moreno ovalado, sus cabellos ondulados y sus ojos
castaños. Sonríe y me besa con sus rosados labios carnosos. Y nos vamos juntos.
Cruzamos la puerta.
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