Érase un fantasma que me asustaba por las noches. De tal forma, que no
podía dormir. Por lo que ambos vivíamos de noche y reposábamos durante el día.
Era un fantasma no etéreo, ni con sábana, como se los suele pintar, sino verde.
De un verde sulfuroso que llenaba de espanto. Era gordo de cuerpo, gigantesco
diríase. Se movía con torpeza extrema y arrastraba los pies al andar. No tenía
cara, ni cabeza, pero tenía ojos en la barriga y una boca enorme en el mismo
lugar, llena de dientes. Los brazos eran cortos y fofos, terminando en unas
manazas cuyos dedos parecían longanizas. Siempre andaba en pelota y no se le
veía la verga, si es que tenía, por los pliegues de su barriga.
Aquel fantasma se aparecía tras la puerta de mi habitación. Llamaba a la
puerta con los dedos como longanizas. Y lo hacía de forma constante e insistente
si no iba a abrirle. Cuando le abría la puerta me lo quedaba mirando,
paralizado por el horror. Y el fantasma se limitaba a quedarse allí de pie y
comiendo como un cerdo. Comía huesos y lamía los tuétanos con aquella enorme y
deforme boca llena de dientes. Al mismo tiempo sonreía, con su boca y con sus
ojos.
Una noche se coló en mi habitación, caminando con pasos lentos y torpes
y arrastrando los pies. Nunca hablaba. Sólo comía y sonreía; sonreía y comía.
Chillé que se fuera. Lloré y pataleé. Mas no se iba por más que yo porfiase con
él o se lo implorase. Se metió en mi armario y desapareció. Abrí el armario de
par en par, por buscarle allí, mas no lo vi por lado alguno. Alguien llamaba,
entonces, a la puerta de mi habitación. Me asomé y allí estaba; riendo y
comiendo. Y hacía un ruido espantoso al comer y al reír.
Érase un fantasma que no me dejaba dormir. De tal forma, que no podía
comer, ya que dormíamos durante el día y vivíamos de noche.